Durante varios siglos se ha dicho que la humildad es la base de todas las virtudes, precisamente porque es la que  permite al ser humano ser consciente de sus aciertos y habilidades, sin vanagloriarse y también de sus errores y limitaciones sin que sea traumático.

La humildad nos permite ser más aterrizados y al mismo tiempo, más comprensivos con los demás y con nosotros mismos, pues quien es humilde sabe que así como quienes lo rodean se equivocan, él mismo también se puede equivocar.

Lo opuesto a la egolatría, vanidad, orgullo y soberbia es la humildad, ella es amable, equilibrada, sencilla y bella. Quien la posee es generalmente una persona  apacible, comprensiva, tolerante y libre de dejarse afectar por lo que piensen o digan los demás. Tampoco le cuesta aceptar y reconocer las virtudes y aciertos en los otros.

 

La persona humilde es más sensible para descubrir y atender las necesidades de los demás, no es autoritaria, ni dominante.

Se puede decir que la práctica de la humildad es la primera muestra de quien quiere realmente avanzar y ser mejor persona, obviamente, no por vanidad, sino por la felicidad de serlo.

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